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CAPÍTULO 1. La mujer sin nombre
—¡Señora, por favor, se lo suplico! —Los ojos de Amelie estaban brillantes por las lágrimas que
intentaba retener—. De verdad necesito un trabajo. Sara Atkins, encargada de Recursos Humanos de
King Holding Corporation, más conocido como el Grupo KHC, era una señora amable, pero la realidad
era que no veía cómo ayudar a la chica. —Linda, de verdad te entiendo, pero es que solo tienes
estudios hasta la preparatoria. En esta empresa es muy difícil conseguir algo sin estudios superiores.
—Lo sé, pero mire yo tengo buena presencia, soy limpia, amable y educada, y de verdad necesito
trabajar si quiero seguir teniendo un techo sobre mi cabeza. —Amelie estaba a punto de arrodillarse
frente a ella—. ¡Se lo ruego señora, trabajaré de lo que sea! La mujer apretó los labios y revisó una de
las carpetas. —Solo tengo una vacante disponible y es… es un trabajo de hombres… —¿Cuál? ¡De
verdad yo puedo hacer lo que sea! —insistió la muchacha. —Es repartiendo los paquetes y correos
por todos los pisos de oficinas del Grupo KHC. Pero a veces hay que cargar cosas pesadas… —
murmuró la señora. —¡No importa! ¡Yo puedo hacerlo! ¡Le juro que puedo! ¡Por favor, deme el trabajo!
¡Por favor! Amelie estaba realmente desesperada y la mujer de Recursos Humanos tenía una hija
como de su edad, así que finalmente se le ablandó el corazón. —De acuerdo, el puesto es tuyo,
estarás a prueba por un mes a partir de mañana. Este es el código de vestir, no llegues tarde —le
advirtió. Amelie le agradeció diez veces antes de retirarse. Estaba un poco aliviada porque por fin
había conseguido un trabajo. No era nada glamouroso, solo era un puesto muy pequeño como la chica
Follow on NovᴇlEnglish.nᴇtdel correo, pero eso evitaría que sus tíos la echaran a la calle. Amelie se había quedado huérfana
desde muy niña, y desde entonces había vivido con sus tíos paternos. Estos se habían hecho cargo
de su educación… y se la habían cobrado en servicios en su casa, así que Amelie no era más
respetada que cualquier sirvienta de los Wilde. Ahora, con dieciocho años, le estaban pidiendo que les
devolviera cada centavo. —Ya sé que son unos sinvergüenzas, pero son la única familia que tienes,
Amelie, y si te echan a la calle serías una indigente… —pensó en voz alta, limpiándose las lágrimas
de impotencia y hablando consigo misma mientras caminaba hacia el estacionamiento—. Este trabajo
hará que todo sea diferente, con este trabajo por fin podré escapar de una vez… Estaba apenas
saliendo del edificio cuando junto a ella vio que una niña como de siete años se soltaba de la mano de
un hombre. Al parecer había visto un juguete interesante en una vidriera cruzando la calle y no había
dudado en correr hacia él. Amelie vio un coche que venía del otro lado, y que la atropellaría sin
remedio. No lo pensó dos veces y corrió hacia la niña para rescatarla. El coche venía a toda velocidad,
pero Amelie logró agarrar a la pequeña por la cintura y tirarla fuera del camino justo a tiempo para
evitar que la camioneta la impactara. Sin embargo, aunque la camioneta frenó tanto como se pudo, no
logró evitar que le diera, y Amelie fue empujada un par de metros por el golpe. La niña corrió de nuevo
hacia ella mientras lloraba, asustada, y el hombre se acercó corriendo. —¡Gracias! —le dijo asustado
—. Mi jefe me mataría si algo le pasara a la niña Sophia. Amelie estaba temblando, no solo por lo
cerca que había estado de ser atropellada, sino porque sabía lo que podría haberle pasado a la niña si
ella no hubiera actuado rápidamente. Pero la pequeña estaba aún más asustada que ella. —¿Sophia,
así te llamas? —le preguntó con cariño, tratando de calmarla, y la niña asintió—. Tranquila, princesa,
no pasó nada, las dos estamos bien. ¿Ves? La pequeña estaba temblorosa, así que Amelie se quitó
uno de los cuatro dijes de su pulsera, y se lo colocó en la fina cadena que la pequeña traía al
cuello. —Esta es una medallita de San Cristóbal, el protector de los niños. Siempre te va a proteger,
¿de acuerdo? Nada te va a pasar mientras la lleves. —Sophia miró la medallita, por un lado estaba el
santo y por el otro un nombre. Amelie le dijo adiós con una sonrisa, pero el hombre la detuvo. —
Espere… ¡déjeme pagarle por esto! —dijo extendiéndole un cheque y a Amelie casi se le salieron los
ojos al ver todos los ceros en el papel. ¡Eran cincuenta mil dólares! ¡Era como una fortuna para ella!
Pero por más que ese dinero le resolviera la vida, terminó negando. —Lo siento, pero no puedo
aceptarlo. La vida de un niño no tiene precio. Con su agradecimiento y saber que Sophia está bien, me
conformo. Amelie se alejó de allí cojeando un poco y se subió al auto de servicio de la casa, que le
habían prestado para que fuera a la entrevista, mientras tras ella el hombre y la niña se quedaban
mirándola. Pocos minutos después los dos entraban al edificio y enseguida los llevaban con el
dueño. Nathan King, el presidente del Grupo KHC, estaba muy ocupado cuando le anunciaron que su
hija estaba llegando. A pesar de eso, canceló todas sus reuniones y dejó todo lo que estaba haciendo,
y cuando la pequeña entró a la oficina, abrió los brazos y la abrazó con fuerza. —¡Mi amor! —exclamó
—. ¿Qué sucedió? ¿Por qué lloraste? —preguntó furioso al ver sus ojos enrojecidos. Frente a él el
Follow on Novᴇl-Onlinᴇ.cᴏmguardaespaldas de la niña bajó la cabeza. —Fue culpa mía, señor. No la protegí como debía. Pero
Sophia no le hizo caso al guardia y se abrazó a su papá con más fuerza: —Papá, una chica me salvó
de ser atropellada por un auto. —Lo siento, señor King. La niña se escapó de mi vista un segundo y…
—se disculpó el guardaespaldas. —¡No me importa! —le interrumpió Nathan exasperado—. ¿Cómo
pudiste perderla de vista? Yo te pago para que vigiles a mi hija, no para que… —Sus palabras fueron
cortadas cuando Sophia levantó la mirada hacia él. —Papi, no fue su culpa —dijo entre lágrimas—.
Fue culpa mía, yo… quería ver los juguetes en la tienda y… Nathan suspiró. —Ya está bien, no pasa
nada, ya estás aquí conmigo, pero dime ¿quién te salvó? —Ella no nos dijo su nombre —respondió la
niña—. ¡Pero me regaló una medallita muy linda! ¿Ves? Nathan miró la medalla de San Cristóbal.
Definitivamente era una pieza de joyería antigua y exquisita, aunque no demasiado cara. El presidente
frunció el ceño. —Es hermosa, mi amor. —Ella también era muy hermosa, tenía una linda figura y ojos
azules como el mar —respondió Sophia—. Aunque cuando se fue estaba cojeando. Nathan asintió,
eso quería decir que se había lastimado salvándola. —Bueno, si eres tan buena describiéndola, tal vez
podrás dibujarla para que podamos encontrarla y darle las gracias. La niña asintió y se sentó a dibujar
en la mesa de su papá, y Nathan llamó aparte a su guardaespaldas. —¿De verdad no sabes de quién
se trata? —gruñó—. ¿Qué es? ¿La mujer sin nombre? —No señor, insistí en darle una recompensa, le
hice este cheque… —dijo mostrándole el cheque de cincuenta mil dólares—. Se veía una chica
humilde, sin embargo ella no aceptó la recompensa. Dijo que la vida de un niño no tenía
precio. Nathan frunció el ceño, cincuenta mil dólares para alguien humilde era mucho dinero, si no la
había aceptado significaba que era una mujer con cierta integridad. —No conseguí su nombre, pero
anoté el número de placa de su auto —dijo el guardaespaldas pasándole un papel. —Bien —gruñó
Nathan—. Ahora pasa por tu liquidación. ¡Estás despedido! Le dio la espalda y el guardaespaldas salió
sin chistar, mientras Nathan King pensaba en la forma de encontrar a aquella mujer.